La terminal (sin Catherine Zeta Jones)
A veces y solo a veces la vida común en todos sus días nos privilegia con una maraña continua de recuerdos, con una brillante media noche llena de escenas tremebundas, de monstruos abortados habitantes extraños de las sombras olvidadas de aquellas zonas de carga, de espectros informes, sobras de alimentos de sangre incluso para los más extraños. Las caras siempre extrañas tardando en disimular el acecho, el hambre siempre pasajera de mala gana en los viajantes a deshora, en esa terminal que desde ahora ya no será otra cosa que el refugio retorcido de todos aquellos que aquella noche estaban perdidos, un instante en esta vida, todas las noches que les restan de agonia.
¿Yo?, Salía del hospital; allá resguardado del dolor, escudado tras los vidrios de lo objetivo, con la única dificultad de diagnosticar las miradas de casi una niña de colegio que le tocaba siempre hacer sus prácticas en mis turnos, y disimular el tedio que el coqueteo de una interna pueril me daba. Yo tonto y necio, sabiendo el riesgo, me marcho al terminal cerca de la una de la mañana. Allá como entrando a un lugar como de esas películas ambientadas en Somalia, muerto todo pero nada en calma, me tocó esperar tres largas horas, extrañas y deshechas… Ebrios dormidos y otros ebrios por un sueño fugitivo y escurridizo, liviano como el peso de la noche que le alcanza a uno en un lugar sin cara. Cosas como caras que no hallo relación medica salvo con las muecas que deja la desgracia; pies arrastrados jalando el peso que va sonando como el recuerdo de haber probado algún momento antes algún solvente, droga que es camino rápido para ser demente, y que atrofia el cerebro tan rápido como atrofia alguna minúscula alegría que esas vidas han de saber perder las mañanas negras de esos días.
Al otro lado del pasillo un bermejo carpintero llevaba sus herramientas y cargaba el peso de una conversación con uno de esos profesionales que visten casuales, sin la reprimenda cruel que debe ser estar obligado a llevar terno en esos lugares, seguro era un arquitecto o ingeniero.
Un muchacho alto moreno y costeño leyendo guardaba las distancias de las gordas de risas fofas como sus carnes, de sus maridos tontos y torpes que se alegraban y hacían muecas como risas de solo cortar el sueño con un golpe a sus esposas.
En la sala de espera una tribu de mochileros repartidos entre el sueño en el suelo arropados con los brazos de su pareja y cobijas de lana y otros sentados esperando el tiempo que tanto han sabido perder para salir a algún lado, con los pelos largos y zapatos de planta calvos, maromeros o lectores madrugadores de un texto de conocimiento alternativo, de esos que leen con atención como si fuera el pilar nativo para su propia vida… y a esos yo los creía lejanos de la tristeza… como con los ojos siempre en el horizonte buscando el fin de esta vida que es un sueño enorme, bebiendo a duras penas o drogándose duro sin pena…. pero no, ahí donde estaban no había privacidad, y una, la más atrasada, torcía la cara, había aprendido a esconderse en los lugares donde nadie busca, había aprendió a abstraerse de su compañeros que están siempre a su lado y la ofuscan, se había escondido aun cuando estaban a lado y la abrazaban, ella, dejaba caer una lagrima, estaba callada y sin embargo lloraba, callada y con un dolor en el alma que desde mi distancia se le notaba, que pena, incluso los que trotan lejos del sufrimiento son alcanzados por las lágrimas; ¿coincidencia que yo estuviese cerca?, o todos nos parecemos en algo en el alma. Viejos, feos, extraños, humanos.